52 retos de escritura #semana 2 Los elementos

 

El sol calentaba con fuerza quemándoles las cabezas aquella tarde de Agosto. Como todos los días y sin mucho que hacer en el pueblo, Ámbar, Eguzkiñe, Elena y Laia estaban tumbadas sobre la hierba en el descampado delante de la iglesia. Ese verano era el más caluroso que se recordaba en años provocando una sequía que ni el río, siempre caudaloso, llevaba agua ese año.

Pasaban las horas tumbadas charlando o liando alguna trastada por los jardines de los vecinos que a esas horas solían estar todos resguardados del sol en los interiores de sus casas. 

Con edades comprendidas entre los 10 y los 14 años se limitaban a pasar el verano de trastada en trastada.

-Oye ¿sabéis que día es hoy?- Preguntó Ámbar mirando hacía la iglesia. 

-Pues jueves creo. ¿Por qué lo preguntas?- Contesto Elena mientras dibujaba la forma de la nube con los dedos al aire.

-Estaba pensando que hoy no habrá nadie dentro de la iglesia. Podríamos entrar.

Las tres se incorporaron lentamente mirando primero hacia Ámbar y luego hacia la iglesia. Era un edificio bonito y de formas proporcionadas. Justo delante del jardín en el que se encontraban un pórtico de tres arcadas de estilo románico guardaba la puerta de acceso. Era un lugar bastante frio, con grandes losas de piedra en el suelo y bancos también de piedra bordeando el pórtico. Para entrar a la iglesia tenias que atravesar dos puertas, ambas de madera, acabadas en punta y enmarcadas en un arco de piedra con imágenes de cabezas agonizantes sacadas del mismísimo apocalipsis.

Se miraron y sonrieron sabiendo que el párroco guardaba en la sacristía pequeños caramelos de café que siempre les daba cuando algún domingo hacían de monaguillos. De un salto se pusieron de pie y mirando por si alguien se asomaba a alguna ventana y descubrían su aventura, se lanzaron al interior de esa fortaleza. 

Nada más entrar el frio gélido del interior les hizo estremecerse. Una sensación incomoda se les metió en el cuerpo, sabían que no tenían que estar ahí pero no podían dar marcha atrás. Guiadas por una mano invisible que las empujaba hacía delante atravesaron las filas de bancos con los ojos fijos en un candelabro que sobre un tapete rojo como la sangre, estaba colocado en el suelo, en el centro del pasillo antes de llegar al altar. No podían apartar los ojos de ese objeto. Nada a su alrededor llamaba mas la atención que ese objeto que no debería estar ahí. Lo rodearon cada una por un lado. Ellas no lo sabían entonces pero cada una había cogido un punto cardinal a la hora de colocarse de manera que el objeto estaba protegido. Algo les decía que debían tocar el candelabro, una voz susurrada desde lo mas profundo de la tierra y que rebotaba por la sacristía, el coro y la nave de la iglesia para posarse suavemente en los oídos de las jóvenes, guiándolas y haciéndolas tocar a las cuatro el candelabro al mismo tiempo.

Una ráfaga de viento elevó el candelabro moviendo los vestidos de las niñas y quedando atrapadas estas en un tornado que se desató a su alrededor. Fuera de la columna de aire el fuego surgió enrollándose en ella y mezclando lenguas de fuego con tornados que hacía subir y bajar espirales. Bajo los pies de las niñas la tierra empezó a temblar. La piedra sobre la estaban se despedazó en mil trocitos y unas enredaderas con flores rojas empezaron a salir de la tierra enroscándose por las piernas. Del candelabro comenzó a fluir un agua cristalina que en vez de caer al suelo se deslizaba entre los dedos de las jóvenes subiéndoles por los brazos y deslizándose por su garganta arriba hasta sus bocas abiertas. 

Una voz retumbó en la nave de la iglesia.

-Habéis bebido del manantial que hace años corría por estas tierras. Ahora vosotras, hijas de la tierra deberéis cuidar y proteger este lugar. No esta iglesia que usurpó nuestra memoria. Sino lo que representamos. Nosotras somos las descendientes de mujeres que vivieron hace cientos de años. Y ahora vosotras sois su legado. Hacednos sentir orgullosas.

El candelabro calló al suelo con un ruido seco. Todo a su alrededor había desaparecido. La iglesia volvía a ser un lugar frio y oscuro. Pero Ámbar, Eguskiñe, Elena y Laia no eran las mismas. Un calor recorría su cuerpo y notaban en sus manos un poder infinito, con años de historia.

Elena, que se había situado al este del candelabro, notaba entre sus dedos las corrientes de aire. Elevando ligeramente sus palmas, un vientecillo se arremolinó alrededor de sus tobillos subiendo por su espalda y alborotando su pelo.

Eguskiñe situada justo enfrente de Elena, al  oeste, sentía bajo sus pies el rio fluir, llenando cada parte de su cuerpo, fluyendo con su sangre como si fueran uno. 

Laia que se había colocado al Norte, aun tenía una ramita con una pequeña flor roja de la enredadera enroscada en su pierna alimentándose de ella. Sentía la salvia que subía a través de las hojas y se fundían con su propio ser.

Y Ámbar colocada enfrente de Laia sentía el fuego moverse por su cuerpo, desplazarse arriba y abajo haciéndole cosquillas.

Sabían que lo que había pasado hoy allí les  uniría para siempre. Sería su secreto. Y lo honrarían por encima de todas las cosas.

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